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viernes, 9 de septiembre de 2011

Recuerdos de infancia: ¡Vamos a la Kerb de Pueblo Santa María!


Por Ramón Osvaldo Dreser


Septiembre de 1948. Yo tenía cinco años y era mi primera visita a Pueblo Santa María, Coronel Suárez, desde que habíamos emigrado al Valle de Río Negro. Íbamos a la fiesta (Kerb) de la santa patrona del pueblo.

Abordamos el tren en Cipolletti: mamá Apolonia, mis hermanos Rosa, Alfredo y yo, por supuesto.  Papá se quedó en la chacra para cuidar la casa y los animales domésticos. Nos  acomodamos en un vagón de segunda clase con asientos de madera, y partimos. Yo estaba feliz, la nariz pegada al vidrio de la ventana viendo pasar los postes telefónicos y uno que otro ranchito.
Al  anochecer, llegamos a Bahía Blanca y mi mamá nos llevó a un hotel para pernoctar. Fue una noche Terrible; nunca había dormido fuera de casa, ni en una cama tan grande, ni en una habitación tan fría y vacía…lloré casi toda la noche, tenía miedo…
A la mañana siguiente, después del café con leche, tomamos otro tren con rumbo a Coronel Suárez. Me animé: nuevamente los postes telefónicos, pero ahora adornado con nidos de horneros. Más allá, vacas, muchas vacas pastando tranquilamente.
No me despegaba de la ventanilla, esperaba ansioso alguna curva de la vía para observar la locomotora y su columna de humo negro. Llegamos a Coronel Suárez y abordamos un colectivo con rumbo a la colonia tres (Dritt Konie), Santa María.
El autobús parecía un nido de de loros. Mi mamá encontró a varios conocidos; se besaban y hablaban, ¡sakrament!, ¡cuánto hablaban! En alemán, desde luego. El colectivo hizo paradas en la colonia uno, Santísima Trinidad, y en la colonia dos, San José; en ambas bajaron unos y subieron otros…más conocidos, más besos…
Por fin llegamos al Pueblo de Santa María. Sus calles, la Iglesia y casas céntricas estaban engalanadas con flores y cintas multicolores de papel crepé, anunciando próximas fiestas.
El colectivo se detuvo en la terminal, frente a una plaza, eran como las cuatro o cinco de la tarde. Con las valijas en nuestro poder, enfilamos hacia la casa de mi tía Paulina Rigelhof de Gallinger, que estaba ubicada en los linderos del pueblo, donde empezaba el campo.
A ese rincón de la colonia se le llamaba Manchuria, según mi mamá porque siempre había discusiones y peleas como en aquel lugar de Asia donde chinos, japoneses y rusos se disputaban el territorio.
Íbamos caminando por las calles de tierra, la gente nos miraba como a bichos raros desde las ventanitas. Algunas señoras con vestidos largos hasta los tobillos, cerrados hasta el cuello y pañuelo en la cabeza, salían de sus casas, y paradas en medio de la calle nos seguían con su mirada. Parecían estatuas, ni se movían ni pestañaban, la boca cerrada… sólo miraban…
Llegamos a la casa de tía Lina. Ella, sus hermanas y la abuela Ángela nos recibieron llorando y repartiendo besos a todos, especialmente a mí por ser el más chiquito.
La casa era de adobes, en el patio alcancé a ver un horno de barro para hacer pan, un improvisado gallinera con gallinas de varios colores y un gallo colorado, grandote, con cara de pocos amigos. Más allá, una casucha techada donde había almacenada bosta de vaca. ¿Y eso para qué? –pensé- a lo mejor es para abonar la quinta, pero… no veo ninguna quinta.
Adentro nos estaban esperaba un montón de ruidosos primos y primas, los hombres aún no habían regresado del campo. Estábamos reunidos en el comedor, una habitación grande con piso de cemento, había mucho humo, olía a… ¡NOOO, no puede ser!  Curioso, me arrimé a la cocina de fierro y vi que el combustible utilizado era nada más ni nada menos que… ¡bosta de vaca!
Al anochecer llegaron los tíos, después de los besos y abrazos se encendieron las lámparas a kerosene y empezó la ceremonia del mate (matte kuie). Sobre la mesa, había una bonita azucarera de cerámica con terrones de azúcar para que los niños y mujeres endulzaran su boca durante la mateada.
En eso, mi tía Lina se dirigió a la cocina, tomó un trapo, abrió la puerta del horno y sacó una bandeja llena de semillas de girasol que dejó en el medio de la mesa.  A lo mejor vamos a sembrar –me dije-  ¿de noche? No, no creo.
Enseguida, uno a uno fueron tomando puñados de semillas, observé que mi primo Jorge Gallinger: con bruscos y rápidos movimientos de su brazo disparaba las semillas hacia su boca… se oía una ¡clac!, escupía las cáscaras y al mismo tiempo masticaba la pepita, ¡sakr! ¿Cómo lo hacía? Lo intenté. La primera semilla se fue contra mi ojo, y la segunda a la cabeza de mi hermana Rosa que estaba sentada por ahí cerca.
Alguien me enseñó una técnica para principiantes: tomé una semilla con los dedos, abrí la boca bien grande, la coloqué de punta entre dos muelas y la presioné con cuidado. ¡Listo! La semilla se abrió en dos y… ¡qué problema! ¿Dónde quedó la pepita? Busqué con la lengua, hurgué con un dedo, ¡qué lío! mejor escupir todo. ¡Chancho! –dijo la Rosa que siempre me estaba vigilando.
Tomé un terrón de azúcar y me fui al otro lado de la mesa… crash, crash, crash…  ¿qué estaba pasando? Bajé la vista, el piso estaba tapizado con cáscaras de girasol, interesante, me puse a caminar entre la parentela… crash, crash, crash… otro terrón de azúcar y…   crash, crash, crash…
Y así, entre charlas, juegos, mates, girasoles y riquísimo riwelkuchen llegó la hora de dormir. Todos los chicos pasamos a un dormitorio, éramos como seis mocosos, rezamos y nos metimos en la cama, yo compartí una con mi hermano y el primo Adán Gallinger.
No pude conciliar el sueño; al día siguiente comenzaría la Kerb en el pueblo. Me habían dicho que era gran fiesta. ¡Una gran fiesta! –pensé- a lo mejor habrá globos, serpentinas, papel picado y quizás hasta un payaso o un monito juguetón… Sonreí, y así me quedé dormido.

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