Por Ramón Osvaldo Dreser
Septiembre de 1948. Yo tenía
cinco años y era mi primera visita a Pueblo Santa María, Coronel Suárez, desde
que habíamos emigrado al Valle de Río Negro. Íbamos a la fiesta (Kerb) de la santa patrona del pueblo.
Abordamos el tren en Cipolletti: mamá Apolonia, mis hermanos Rosa,
Alfredo y yo, por supuesto. Papá se
quedó en la chacra para cuidar la casa y los animales domésticos. Nos acomodamos en un vagón de segunda clase con
asientos de madera, y partimos. Yo estaba feliz, la nariz pegada al vidrio de
la ventana viendo pasar los postes telefónicos y uno que otro ranchito.
Al anochecer, llegamos a Bahía
Blanca y mi mamá nos llevó a un hotel para pernoctar. Fue una noche Terrible;
nunca había dormido fuera de casa, ni en una cama tan grande, ni en una
habitación tan fría y vacía…lloré casi toda la noche, tenía miedo…
A la mañana siguiente, después del café con leche, tomamos otro tren
con rumbo a Coronel Suárez. Me animé: nuevamente los postes telefónicos, pero
ahora adornado con nidos de horneros. Más allá, vacas, muchas vacas pastando
tranquilamente.
No me despegaba de la ventanilla, esperaba ansioso alguna curva de la
vía para observar la locomotora y su columna de humo negro. Llegamos a Coronel
Suárez y abordamos un colectivo con rumbo a la colonia tres (Dritt Konie), Santa María.
El autobús parecía un nido de de loros. Mi mamá encontró a varios
conocidos; se besaban y hablaban, ¡sakrament!,
¡cuánto hablaban! En alemán, desde luego. El colectivo hizo paradas en la
colonia uno, Santísima Trinidad, y en la colonia dos, San José; en ambas
bajaron unos y subieron otros…más conocidos, más besos…
Por fin llegamos al Pueblo de Santa María. Sus calles, la Iglesia y
casas céntricas estaban engalanadas con flores y cintas multicolores de papel
crepé, anunciando próximas fiestas.
El colectivo se detuvo en la terminal, frente a una plaza, eran como
las cuatro o cinco de la tarde. Con las valijas en nuestro poder, enfilamos
hacia la casa de mi tía Paulina Rigelhof de Gallinger, que estaba ubicada en
los linderos del pueblo, donde empezaba el campo.
A ese rincón de la colonia se le llamaba Manchuria, según mi mamá
porque siempre había discusiones y peleas como en aquel lugar de Asia donde
chinos, japoneses y rusos se disputaban el territorio.
Íbamos caminando por las calles de tierra, la gente nos miraba como a
bichos raros desde las ventanitas. Algunas señoras con vestidos largos hasta
los tobillos, cerrados hasta el cuello y pañuelo en la cabeza, salían de sus
casas, y paradas en medio de la calle nos seguían con su mirada. Parecían
estatuas, ni se movían ni pestañaban, la boca cerrada… sólo miraban…
Llegamos a la casa de tía Lina. Ella, sus hermanas y la abuela Ángela
nos recibieron llorando y repartiendo besos a todos, especialmente a mí por ser
el más chiquito.
La casa era de adobes, en el patio alcancé a ver un horno de barro para
hacer pan, un improvisado gallinera con gallinas de varios colores y un gallo colorado,
grandote, con cara de pocos amigos. Más allá, una casucha techada donde había
almacenada bosta de vaca. ¿Y eso para
qué? –pensé- a lo mejor es para
abonar la quinta, pero… no veo ninguna quinta.
Adentro nos estaban esperaba un montón de ruidosos primos y primas, los
hombres aún no habían regresado del campo. Estábamos reunidos en el comedor,
una habitación grande con piso de cemento, había mucho humo, olía a… ¡NOOO, no puede ser! Curioso, me arrimé a la cocina de fierro y vi
que el combustible utilizado era nada más ni nada menos que… ¡bosta de vaca!
Al anochecer llegaron los tíos, después de los besos y abrazos se
encendieron las lámparas a kerosene y empezó la ceremonia del mate (matte kuie). Sobre la mesa, había una
bonita azucarera de cerámica con terrones de azúcar para que los niños y
mujeres endulzaran su boca durante la mateada.
En eso, mi tía Lina se dirigió a la cocina, tomó un trapo, abrió la
puerta del horno y sacó una bandeja llena de semillas de girasol que dejó en el
medio de la mesa. A lo mejor vamos a sembrar –me dije- ¿de noche? No, no creo.
Enseguida, uno a uno fueron tomando puñados de semillas, observé que mi
primo Jorge Gallinger: con bruscos y rápidos movimientos de su brazo disparaba
las semillas hacia su boca… se oía una ¡clac!, escupía las cáscaras y al mismo
tiempo masticaba la pepita, ¡sakr!
¿Cómo lo hacía? Lo intenté. La primera semilla se fue contra mi ojo, y la
segunda a la cabeza de mi hermana Rosa que estaba sentada por ahí cerca.
Alguien me enseñó una técnica para principiantes: tomé una semilla con
los dedos, abrí la boca bien grande, la coloqué de punta entre dos muelas y la
presioné con cuidado. ¡Listo! La semilla se abrió en dos y… ¡qué problema!
¿Dónde quedó la pepita? Busqué con la lengua, hurgué con un dedo, ¡qué lío!
mejor escupir todo. ¡Chancho! –dijo
la Rosa que siempre me estaba vigilando.
Tomé un terrón de azúcar y me fui al otro lado de la mesa… crash, crash,
crash… ¿qué estaba pasando? Bajé la
vista, el piso estaba tapizado con cáscaras de girasol, interesante, me puse a
caminar entre la parentela… crash, crash, crash… otro terrón de azúcar y… crash, crash, crash…
Y así, entre charlas, juegos, mates, girasoles y riquísimo riwelkuchen llegó la hora de dormir.
Todos los chicos pasamos a un dormitorio, éramos como seis mocosos, rezamos y
nos metimos en la cama, yo compartí una con mi hermano y el primo Adán
Gallinger.
No pude conciliar el sueño; al día siguiente comenzaría la Kerb en el pueblo. Me habían dicho que
era gran fiesta. ¡Una gran fiesta!
–pensé- a lo mejor habrá globos,
serpentinas, papel picado y quizás hasta un payaso o un monito juguetón… Sonreí,
y así me quedé dormido.
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