Le contó a su madre que le gustaba Luis
y su madre la retó y le dio un sermón de nunca acabar. “¿Cómo se va fijar en
Luis si su padre ya le dijo que dentro de dos años se tiene que casar con Juan?
Juan es buen muchacho. Es el hijo del primo José. Un hombre bueno, honesto,
trabajador. Y seguramente Juan va a salir igual que el padre” –le dijo su madre
aquella tarde de otoño en que María sintió la necesidad de ser sincera con su mamá.
“Y cómo si eso no fuera poco –continuó
su madre- Luis ni siquiera es de la colonia. No sabemos quiénes son sus padres
y cómo son. Él vino a trabajar acá, al campo, y eso es todo lo que conocemos de
él. Puede ser un cualquiera” –manifestó su madre. “La gente de la ciudad no es
cómo nosotros. Tiene otras costumbres y no creen en Dios” –agregó. “Además no
quiero a alguien como él en la familia” –concluyó.
María se alejó llorando. Caminó con la
cabeza baja rumbo al galpón a llorar en soledad. Se sentó sobre unas bolsas de
trigo. Junto a ella estaba uno de los perros de la familia, que la miraba llorar
en silencio, meneando la cola. María lo acarició en la cabeza. El perro se
acostó a sus pies.
Sus padres no le dejaban opción. Y Luis
tampoco. Eran ellos o él. Quedarse junto a sus padres, trabajando en el campo y
dentro de dos años casarse con Juan o escaparse en la madrugada con Luis e irse
a vivir lejos y no volver a verlos nunca más ni a ellos ni a sus hermanos. Esas
eran las alternativas y ella debía decidir.
Y decidió: se fugó
con Luis. Se casaron a los dos días. Se radicaron en la Capital Federal, dónde
él trabajo en una fábrica y ella en una casa de familia. Tuvieron tres hijos, seis
nietos y once bisnietos.
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