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jueves, 13 de julio de 2017

José Schwab, uno de los últimos herreros artesanales

Fuente: Leandro Vesco para El Federal

Vive en Coronel Suárez y hace cincuenta años que templa el "fierro". Nació en un mundo sin plástico, donde todo era de metal y lo que se rompía se arreglaba, "No tengo nada digital", afirma desde su taller. Te invitamos a conocer a un personaje inigualable.

Hubo un tiempo en donde no había plástico. Donde todo era de “fierro” y el fierro que se rompía se arreglaba y las herramientas y las máquinas continuaban funcionando hasta que un desastre natural o el olvido las dejaba a un costado del camino. José Schwab forma parte de ese mundo. Hace más de cincuenta años que es herrero, “lo de artesanal es nuevo, antes todo se hacía con las manos y sin ayuda de máquinas”, nos cuenta en su taller. 
“Dicen que el fierro es duro, pero para mí no”, afirma y clava su mirada en la fragua, que mantiene viva su vida.
Estamos en Coronel Suárez, en las afueras de esta ciudad que es uno de los motores productivos de la Provincia de Buenos Aires. Tierra hecha y moldeada por manos de inmigrantes que se afincaron en este rincón del mapa para hacer lo que en Europa escaseaba: trabajar y soñar. Aunque grande, tiene ritmo de pueblo. En la periferia, alejado del centro, está el taller de uno de los últimos exponentes de un oficio que está en extinción: la herrería artesanal. Conocemos a un hombre, José Schwab.
Vestido con pantalón y campera de trabajo que tiene más años que el tiempo, Jorge nos cuenta su vida, simple, rica y hecha de trabajo y coraje. 
“Nací en Arboledas y a los diecisiete años me vine para acá a trabajar en el campo, en la Estancia La Sortija. Estuve 22 meses en la colimba en Azul y después regresé, tuve coraje y me hice herrero en la Estancia Curamalan. Hacía mantenimiento de todas las herramientas. Antes lo que se rompía se arreglaba, no como ahora que se tira todo. Había mucho trabajo, arreglaba las sembradoras, la rastra, la bañadora, los molinos”.
José explora con su mirada su mundo de óxido y hierro buscando las palabras para enmarcar los recuerdos de aquella vida intensa donde las manos de un hombre tenían un sentido casi milagroso. Aquel sentido emancipador de la destreza manual persiste en su taller, aferrado en cada herramienta templada.
La herrería artesanal tiene mucho de alquimia. La fragua es el centro de esa cocina ancestral donde los hierros se preparan y lo que parece irrompible se vuelve rojo y blando como una hoja. 
“Acá se usan pocas herramientas, la fragua y el martillo. Esto es cuestión de ojo y maña. Antes no había gente que te enseñaba, vos tenías que ver cómo trabajaban. Acá no hay nada digital”, reafirma con orgullo José. 
La fragua es acaso lo más moderno que tiene. Allí un motor calienta un montón de coque donde se ponen las piezas de hierro que luego se martillarán en el yunque, para después enfriarlas en un poco de agua, para finalizar el proceso templando el hierro.
“El trabajo en el campo se hacía bien temprano y se seguía hasta tarde. Pero ahora ha cambiado todo. Yo tengo hasta sexto grado. Después hice todo por coraje en mi vida. Ya no hay más herreros en el campo, ahora es todo moderno. Las herramientas no se reparan como antes. El arado ya no se usa más tampoco, ahora las máquinas sembradoras que hacen siembra directa hacen todo solas. Antes se araba, se pasaba el rolo, la sembradora. Ahora esto no se hace”. El contraste con las épocas es notable y José lo siente y se resigna.
El taller es visitado por albañiles que le llevan cortafierros mochos que él los arregla en un santiamén para devolverles la utilidad. “Más de quince no hago por día, porque me canso”, advierte. A su lado tiene un ladero que también ama los “fierros”, se trata de su leal amigo Héctor Echeverría, curalamense, quien repasa un asador a la cruz. Ambos agarran el hierro con delicadeza, a pesar de tener manos enormes. “Dicen que el fierro es duro, pero para mí no”, vuelve a decir, entre risas José. En Coronel Suárez todos los conocen, tiene clientes en la ciudad y en los pueblos, los mismos que hoy, de la mano de Cambio Rural de INTA y ayudados por el turismo rural, resisten y son un ejemplo de que conservar la identidad es el mejor atractivo de una comunidad. 
Se acerca el mediodía y José debe arreglar unos cortafierros. Le gustaría quedarse a hablar, pero su trabajo es solucionar el trabajo de los demás. El código es hacerlo lo más rápido posible. Mientras enciende de nuevo la fragua y el coque vuelve a enrojecerse y la magia de la herrería se reinicia. Son pocos los que compran coque hoy, y muchos menos lo que con un martillo y yunque trabajan el “fierro”. “Hay pocos jóvenes que se interesan por esto, estoy buscando un discípulo”, culmina José. Su sonrisa contagia: no hay con qué darle a un hombre así.

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