Abuela
Ana vivía a pocos metros de mi casa de la infancia. La llamábamos así aunque
ella no era nuestra abuela por parentesco. Lo hacíamos porque la queríamos
mucho y ella nos quería mucho a nosotros. También por respeto a las personas
mayores y porque nuestros padres nos enseñaban que las personas grandes poseían
sabiduría y conocimientos que solamente la vida y la experiencia brindan. Vestía
ropa oscura y usaba un pañuelo igual de oscuro en la cabeza. Cocinaba rico. Nos
cantaba canciones en alemán. Nos enseñaba refranes. Nos repetía que teníamos
que ir todos los domingos a misa y portarnos bien para que Jesús no se enoje
con nosotros y nos continúe protegiendo diariamente. Nos hablaba de sus hijos
pequeños fallecidos en un accidente de carro, en el campo, cuando ella era
joven y trabajaba junto a su marido en el tambo y ordeñaba vacas a la par de él
en las frías y heladas madrugadas de invierno. Nos contaba de su trajinar
diario, levantándose a las cuatro de la mañana, para trabajar la tierra junto a
los hombres. Nos mostraba fotografías de sus tres hijos muertos y de su marido
fallecido hacía mucho tiempo, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas que
secaba con un pañuelito blanco.
Abuela
Ana vivía sola en una casa de adobe, rodeada de un jardín, dónde florecían frambuesas
y había un árbol llenó de ciruelas rojas. También tenía un palomar, gallinas,
conejos y un pequeño perro, que la seguía a todos lados. Al fondo tenía un
galponcito de chapa lleno de leña y un patio enorme para jugar al fútbol. Al ingresar
a la cocina nos convidada con Kreppel o pan casero con dulce de tomate, que ella misma
había cocinado, o con macitas de vainilla recién horneadas. Nunca permitía que
nos fuéramos de su casa sin haber comido nada. Siempre nos guardaba algo
sabroso. Porque éramos sus nietos del corazón.
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